En los montes de Lugo, allá donde las carreteras terminan y sólo caminos estrechos van surcando la montaña cerrada, algunas pequeñas alquerías subsisten, conservando aquello que fue la vida cuando transcurre lenta, oculta y apartada.
Desde lejos, cuando te vas acercando curva tras curva del camino, observas que la pequeña aldea queda mimetizada entre las rocas y árboles que forman la montaña.
Si nos fijamos bien, la veremos casi colgada en la pendiente de la sierra, entre los castaños, apenas formando un pequeño claro.
Sus calles son empinadas, estrechas y los grandes aleros de los tejados, casi las cubren de lado a lado.
Así se construía para que los carros y los animales, pudieran estar en la puerta de casa protegidos de la abundante nieve que cae en los inviernos.
Las casas, hechas de piedra y barro, aprovechan la forma de la montaña rocosa para que esta sea sus cimientos. Se elevan sobre las rocas que muchas veces ni siquiera dentro de las casas están allanadas del todo, sino que permanecen formando el tosco suelo o las paredes llenas de salientes y entrantes.
La parte baja de la casa, es usada para que los animales estén recogidos: vacas, algún caballo asturcón, o un pequeño pero resistente burro zamorano, son los animales habituales.
Por fuera, pegado a la pared de la entrada, una pequeña chisquera para tener un cerdo de cría que la matanza es una ayuda esencial para subsistir en invierno. Y encima de la pequeña chisquera, un gallinero igualmente minúsculo donde las gallinas estan resguardadas y protegidas de las alimañas que por la noche llegan hasta las casas a buscar comida.
Las casas tienen pocas y pequeñas ventanas. No sólo porque el frío en el invierno es brutal y se cuela por todos los sitios, sino porque aquí se vive para adentro.
Ahora, sólo algunos vecinos continúan viviendo en la aldea: Manuel, tan mayor que no sabría caminar por otros caminos que no fueran estos.
Cuenta sin parar...y canta canciones de fiestas antiguas, canciones de fiestas que pervivido al tiempo:
…"moro era quien la llevaba, moro de la morería.... "vente conmigo morera que tengo para darte rosas, vente conmigo ... te enseñaré ricas cosas…"
Romances, chanzas que se cantaban entre los mozos cuando llegaba la feria. Han pasado 60 años desde aquel tiempo en que fue mozo…pero se le encienden los ojillos cuando canta a trozos de son a son.
Cuando voy llevo galletitas dulces y se las regalo a Elena. Su casa es una de las que mejor representa esta forma de construcción popular tan arraigada en estos lugares:
Animales en la zona de abajo, cocina y dormitorios en la parte de arriba, corredor al sol para secar los pimientos , el maíz, la hierba...
Desde fuera parece lo que es: un lugar donde la vida nunca fue fácil.
Donde el silencio lleva y trae dureza y esfuerzo.
Donde el carácter está impregnado de temores por las ánimas sueltas que vagan atrapadas por las veredas de la ladera, incapaces de encontrar una salida.
Miras para atrás y no ves nada, sólo la montaña…
Quizás sea eso: la nada, lo tiene todo cubierto.
En medio de ella está Pacios da serra.














Tráete el alma liguera de equipaje y el corazón hecho barca, para navegar por sus etéreos mares verdes.
La luz tiene aquí otro color. Los sonidos, son más puros, el aire entre las hojas, como música...Chopin,¡tendría que haber conocido Sintra!
Hay algo mágico en sus jardines, algo que te atrapa y te transporta a otro modo de sentir. Estoy segura: ¡los árboles danzan, llenos de duendes enamorados!
Te vuelves niña...y todos los animales soñados, tal cual tu mente los fabricó, se vuelven reales.
Caminas entre los árboles, siguiendo el río que hace cascadas, metiéndote por la yuca gigante que cubre la ermita...Caminas, sobrecogida, expectante...
Y ante los palacios, que aparecen de golpe entre las ramas, no sabes cómo sentir tanta belleza.
Te vuelves con respeto, intentando atrapar esa luz, guardando en los bolsillos el aroma esparcido por el aire...tocando cada hoja para decir adiós.
Al alejarte, los bosques, la arropan de nuevo, cubren sus jardines, sus palacios, y su misterio, queda intacto y preservado entre ellos.
Para ir, aprovechar una bandada de pájaros, como aquél principito buscador de planetas.
Al pasar, hemos dejado atrás, el pantano de Luna.
Por los picos de las montañas glaciales, se extiende como un manto el otoño.
Pero, de los prados del valle, se resiste a marcharse la primavera.
Las ermitas del camino, aguardan el día de la fiesta, ese en que se hace feria y se venden los caballos.
En los peldaños de las torres, ha nacido hierba y el musgo tiñe de colores las espadañas.
Abajo, protegidos entre hórreos, los minúsculos huertos huelen a tomateras, a pimientos y a la menta-poleo de sus regatos.
Las gallinas picotean libres por las calles...
De los pequeños pueblos y sus habitantes, es toda la montaña: de ellos, de los caballos, de los rebaños guardados por mastines, de las vacas.
Las vacas Babianas te miran mansamente, con curiosidad por un segundo...y luego te ignoran por completo.
El lago de Babia, es el espejo perfecto de la montaña.
Arriba del todo, los valles, el aire libre, las montañas bellas y llenas de luz, te laten muy dentro y ponen otro ritmo al corazón.
Hay que quedarse hasta que la luz se va retirando de los montes, hasta que comienza a jugar con el lago, llenándolo colores y formas.
Paredes de adobe, vigas de madera con olor a chimenea.
Entre el lúpulo y la sementera, las cigüeñas, sólo se alejan un poquito, cuando pasas cerca.
Los atardeceres, llenos de esa luz tan mágica, de esa suavidad casi dulce, de ese silencio suspendido, son sus horas preferidas.
Sentada a la puerta, todas las historias, todos los lugares y caminos recorridos o por recorrer, se sienten ¡tan lejanos y tan próximos!








